Columnista |

¿FICCIÓN?

Todo es muy distinto ahora que acabo de convertirme en centenario. A veces me cuesta explicar el mundo en el que viví.

Recorriendo el éter con mis bisnietos me encontré de repente con la imagen de la vieja escuela. Abandonada, y sin proyecto de reutilización, sigue siendo inconfundible por sus enormes techos azules a dos aguas que desafía el paso del tiempo. 
 
Cuando escribo "recorriendo” en realidad se me escapa un viejazo, hace años que no salgo de mi nueva vieja casa. Las caminatas son hoy recorridas virtuales. Igual que el encuentro con mis hijos, nietos y bisnietos. Todo virtual.
 
En realidad, creo ya nadie sale de sus casas. A veces me cuesta explicarles el mundo en el que viví y en el que nacieron y crecieron sus padres y abuelos. Siento que no logran ni siquiera imaginar cómo viajábamos de un lugar a otro, ni que los chicos debían ir a una escuela todos los días hábiles del año entre marzo y diciembre.
 
Todo es muy distinto hoy, junio de 2068, cuando acabo de convertirme en centenario.  
 
A veces me invade la nostalgia. Me acuerdo de algunos amigos que no están, o de situaciones de aquella vida donde había contacto persona a persona, cuando los amigos se juntaban en una casa a compartir una cena o simplemente a "charlar”, y las comunicaciones se hacían mediante aparatos eléctricos que se recargaban todos los días y estaban fuera de nuestros cuerpos. 
 
Ninguno de los más jóvenes pueden entenderlo hoy, les parece prehistórico. ¿Una escuela? ¿Qué aprendían en una escuela?, me preguntan. Es infructuoso explicarles que había materias, profesores especializados para cada una de ellas, que la jornada se dividía en horas de clase, que había recreos, y que la forma de promover era aprobar exámenes. Ellos no entienden que en aquel entonces había quienes sabían más que otros, quienes enseñaban y quienes aprendían, ni que el conocimiento era un valor.
 
En mi juventud era el raro que hablaba de bbs, internet, Word wide web. Recuerdo mis charlas interminables con Gonzalo Arzuaga en Concordia y su idea simple y loca que llamo "gauchonet” que lo hizo millonario. En esa época eramos los raros que hablábamos de cosas que parecían extraídas de algún libro de Julio Verne. Hoy nadie sabe qué fue internet, e intentar entenderlo genera tedio.
 
Cuando trato de contarles lo que había generado la internet en mi juventud me doy cuenta que en realidad no fue nada comparado con lo que vino después. Ellos se ríen cuando les cuento que fui testigo del nacimiento y muerte de la biogenética, los nanochips intracraneanos, la remembración celular, la restauración saludable microparticular o el metaconocimiento prenatal. Ellos "ya vienen” con todo eso. No se preguntan los qué, ni los cómos, ni los porqué. ¿Para qué? Les resulta normal ver cualquier lugar del mundo en tiempo real, multidimensional, o teletransportarse en realidad virtual para interactuar dónde y con quién quieran. Les parece gracioso escucharme hablar de mis partidos de fútbol o las lesiones que me generaban, o que había enfermedades que se contagiaban de persona a persona. No dan crédito de nuestros viejos televisores, ni que cientos de personas se juntaran en un estadio a ver un concierto.
 
Siempre me preocupé por diferenciarme de mi tío/abuelo, al cual respeto y admiro. Él, industrial exitoso, ademas de formarme en los negocios, me contaba una y otra vez sus historias de una argentina industrial con melancolía. Encarnaba una nostalgia permanente que me bajoneaba y creo que nunca le dejó vivir el presente. Por entonces ya había hecho mías algunas frases del gran músico de la época. "Mañana es mejor”, decía Spinetta. Ese fue un lema para mí. Siempre hubo un mañana mejor. Y casi siempre presumí que ese mañana no me daba miedo. Más que presumir, pretendí. Porque en realidad, sí me daba miedo. 
 
La evolución constante me dio miedo. De la mano de cada avance de la ciencia y la tecnología fui ganando y perdiendo algo. Gané años de vida y eliminé problemas de salud a medida que perdí libertades. Minimicé los riesgos, pero dejé de creer en milagros. Fui testigo presencial de cómo el concepto de la diversidad, las creencias y las sociedades se disolvieron a medida que avanzó la evolución, de un modo terminante: estabas dentro o fuera. Ya no queda nadie de la generación de los que se quedaron fuera. Fueron arrasados por una pandemia de grietismo en 2021 o 2022. 
 
Hoy ya nadie come animales, ni frutas ni verduras. No hay guerras; ni mentiras, ni odios; ni religiones, ni países; ni etnias, ni historia, ni próceres. 
 
Tampoco hay amores, ni abrazos, ni lágrimas. Ni risas. 
 
Ni vos y yo.
 
Buena semana.
 
 

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