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El Castillo Guerrero, la historia de un lugar emblemático para San Vicente

Los descendientes de Felicitas Guerrero todavía viven en la casona y organizan visitas guiadas. Josefina, de 88 años, sobrevive al paso del tiempo con el recuerdo de su tía-abuela.

“Para mí esta casa representa mi vida entera. Es lo que me da ganas de seguir viviendo”. Eso dice Josefina Guerrero, la mujer de 88 años que es dueña del llamado “Castillo de Guerrero”, ubicado en la localidad de Domselaar. 

El predio de 17 hectáreas en el que se encuentra la construcción está sobre la ruta 210, a la misma altura que la entrada al pueblo, pero de la otra mano. Los autos que pasan no lo pueden ver porque  está tapado por una espesa arboleda. Para conocerlo, los visitantes pueden ir los domingos a las 15.30 a la visita guiada que encabezan Josefina y uno de sus hijos, Guillermo. 

La historia del castillo es también la de los vaivenes de una familia de la aristocracia porteña de la segunda mitad del siglo XIX. Felicitas Guerrero fue una de las jóvenes más distinguidas de su época, considerada “la más bella de la república”, pero que también se destacaba por su audacia. “Fue una mujer que siempre luchó por liberarse, y eso la terminó llevando a la muerte”, describe Josefina, que es su sobrina nieta. 

Cuando tenía 18 años, el padre de Felicitas, Carlos José, arregló su matrimonio con uno de los hombres más ricos del país, Martín Gregorio de Álzaga, que tenía casi 60 años. Según el relato de los Guerrero de Domselaar, Carlos era un hombre extremadamente ambicioso, que solo buscaba ganar dinero a costa de su hija. “Y le salió bien. Porque a los pocos años de que se casaron el hombre murió y Felicitas quedó como única heredera, porque los hijos que tuvo habían fallecido”, comenta Guillermo. 

Nuevamente soltera y como dueña de una fortuna que incluía millares de hectáreas de campo que se extendían desde la localidad de Castelli hasta la Costa Atlántica, Felicitas era “una joya de los salones porteños” que tenía varios pretendientes. “Ella estaba decidida a volver a casarse con un señor que se llamaba Samuel Sáenz Valiente, pero otro de los que la festejaba, Enrique Ocampo, no lo podía aceptar”, recita Guillermo. 

La historia señala que el 30 de enero de 1872 Ocampo fue a ver a Felicitas a su mansión del barrio de Barracas y la increpó para saber si realmente se iba a casar con Sáenz Valiente. Y fue al conocer la respuesta que Ocampo decidió matarla, con dos tiros. Los diarios definieron el hecho como un crimen pasional. Fue un femicidio. 

“La historia oficial dice que Ocampo, después de matarla, se suicidó. Pero los Guerrero sabemos que no fue así”, asegura Guillermo. “En el lugar estaban mirando por la ventana el hermano de Felicitas, Antonio Guerrero, el abuelo de mi mamá, que entonces tenía 14 años, y un primo, que se llamaba Víctor Demaría. Ellos vieron lo que pasó y entraron. Ocampo le disparó a Antonio y la bala le rozó el cuero cabelludo. Demaría lo enfrentó y terminó matándolo”. 

Según el relato de los Guerrero, el primero en encontrarse con esa escena fue el padre de Demaría, que ideó el montaje para que se creyera que Ocampo se suicidó y así salvar a su hijo de la cárcel. Ellos tres habrían firmado un pacto de silencio. 

“Mi abuelo era muy chico y quedó tocado por eso que le tocó vivir. Nunca más volvió a hablar del tema. Hasta que cuando tenía cerca de 80 años le contó a su mujer la verdadera historia”, concluye Josefina. 

Ante la muerte de Felicitas, su padre se quedó con toda la fortuna que había heredado de Álzaga. Inició varias construcciones entre ellas el castillo de Domselaar, que fue terminado hacia fines del mismo año en que se produjo la tragedia.  

Con el correr de las generaciones y las herencias, las propiedades se fueron diluyendo. A Antonio y sus descendientes, les tocó la mansión de zona sur, que ahora usan como escenario para books de fotografía para cumpleaños de 15 y eventos. 

La casa tiene cuatro pisos y su interior y el parque están decorados por las esculturas que Josefina producía. Sentada en una mecedora, la anciana recuerda con añoranza sus viajes por Europa y sus estudios de literatura en la universidad Sorbona de París. También habla con orgullo de todos los muebles y de su inmensa biblioteca. “Vender no es una posibilidad mientras mamá viva. Sin la casa se muere”, cierra Guillermo. 

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