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Elecciones bonaerenses: un límite a la política virtual

Por Francisco Monzón (@flmonzon).

Javier Milei fue un fenómeno gestado en el ecosistema mediático-digital. De las pantallas grandes a las pantallitas del celular, su figura se expandió hasta llegar a la Casa Rosada. A nivel internacional no fue el primero ni será el último candidato “digital” que llega al poder sin partido tradicional ni una estructura que lo respalde en los territorios.

El problema, estimado lector, es que en el plano estrictamente político una estrategia comunicacional no puede basarse solamente en lo virtual. Pensar que con eso solo alcanza es un grave error.

El ciudadano de a pie, Bernardo Neustadt nos hablaba de “Doña Rosa”, necesita un interlocutor de carne y hueso. Un representante del líder con el que nos podamos mirarnos a los ojos.

En parte la derrota de LLA se explica por la ausencia de una estrategia de cercanía. Faltó el cara a cara, alguien en el barrio que nos cuente lo que se pudo hacer y dé explicaciones por lo que falta, pero que también dé esperanzas.

Se trata de las instituciones y los actores que dan soluciones en el territorio. La sociedad de fomento, el centro vecinal, el puntero o el intendente, llegado el caso.

El futuro probablemente combine las dos dimensiones. A nivel nacional, las redes sociales serán el ring donde los pesos pesados desplieguen su show. Pero en el barrio, el volante entregado por el militante, la charla en la esquina o el apretón de manos seguirán marcando la diferencia. Al intendente podrán llamarlo “casta”, pero los vecinos lo siguen viendo como “mi casta”.

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Desde que gobierna, esta fue la primera oportunidad en la que el oficialismo tuvo que salir del mundo digital, su zona de confort, para hacer campaña “en el barro”. Sin dudas fracasó en trasladar la creatividad y el vigor de X (ex Twitter) a la calle. Un candidato a diputado huyendo en moto de una caravana en Lomas de Zamora o un acto en Moreno con una fuerza de choque conformada por barras bravas no dejaron muy bien parados a los representantes de las “fuerzas del cielo”.

Águilas en las redes, pichoncitos en las calles. La contradicción entre lo que se dice y lo que se hace genera ruido. También falló el cálculo sobre cuánto tolera la sociedad la crueldad y el maltrato. Según un informe de la consultora Ad Hoc Medios, la cantidad de insultos en redes sociales pasó de 22.000 por día en el primer trimestre de 2023 a 42.000 en el mismo período de 2025. El aumento es del 90 %: más de 1.700 insultos por hora. Pero volumen no necesariamente significa aceptación: tal vez muchos están puteando a los que insultan.

A esto se suma un combo de problemas que golpea la imagen presidencial: el rechazo generalizado al veto a la Ley de Emergencia en Discapacidad, los audios que incriminan a Karina Milei, y el freno que desde el Congreso se le impuso a la costumbre de gobernar por decreto y veto. La consecuencia es clara: la mayoría de los estudios de opinión pública —tanto los tradicionales como los que miden la conversación digital— muestran una imagen negativa en alza.

Una forma de leer estos números es pensar en un rechazo a la perversidad. A las tropas digitales de Milei se les podía perdonar el insulto “viejos meados” en su cruzada contra la casta, pero ver al presidente enfrascado en un enfrentamiento con un niño de 12 años con autismo parece haber traspasado un límite que la sociedad no tolera. La crueldad es causar dolor; la perversidad, disfrutar de causarlo. Lo primero puede ser inconsciente; lo segundo es plenamente deliberado.

Aquí resulta útil la categoría de Martín Heidegger sobre “vivir en estado de interpretado”. Son quienes repiten lo que otros dicen y hacen, sin cuestionarlo, dejando que su relación con el mundo esté guiada por un conjunto anónimo de opiniones dominantes. Muchos funcionarios parecen arrastrados por el manual libertario, impostando cinismo y crueldad, aunque se les note la incomodidad.Incluso, en algún momento el “modo rufián” se pareció a una moda que arrastró a mucha gente insospechable de virulencia verbal.

Los resultados en Buenos Aires muestran que esa moda empieza a desgastarse. Cada vez más ciudadanos parecen dejar atrás ese “estado de interpretado” y buscan su propia voz frente al poder.

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