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La generación mascotera no paga terapia

Por Ricardo Varela.

Una noche Leila volvía de cenar con amigos cuando la escuchó maullar abajo de un auto. En ese entonces no sabía que ella era ella, ni que le cambiaría repentinamente la vida (no solo a ellas). Dudó un instante pero no. Entró a su casa, se sacó el maquillaje y se acostó. Mientras tanto, ella (la gata gris) seguía haciéndose escuchar, en maullidos que parecían (para Leila) llantos. A la media hora salió a la calle y la buscó. La encontró y le abrió la puerta. La noche se extendió con más “llanto” que le hizo suponer que no era sólo hambre.

La mañana siguiente Leila entraba a la veterinaria preocupada y salía más preocupada. Ecografía mediante supo que la gata gris estaba preñada de 4, noticia que disparó una historia vivida día a día y semana a semana hasta que los parió. Claro que después la cosa no mejoró, se transformó en un hora a hora, minuto a minuto y segundo a segundo.

De repente toda la familia, incluidos amigos y vecinos, se sumaron al reality cat y se hicieron expertos en la vida gatuna. Entonces aparecieron consejos y expertos que hasta se bajaron la aplicación que supone traducir “lo que los gatos le quieren decir a sus amos” (según el titulo de un diario de circulación nacional).

Todo muy raro para mí, no sé muy bien por qué, pero los gatos me generan desconfianza. ¿Será por eso de que son muy independientes? ¿O porque de repente convierten las suaves almohadillas de sus patas en filosas garras que dejan marcas? ¿O porque raramente responden al llamado “humano”? ¿O por todo lo anterior junto?

Superado por la lectura de los chats del grupo familiar de Leila, monopolizado por el avance del “embarazo” y súper desbordado (hablamos de casi 300 fotos) luego del cuádruple nacimiento decidí indagar sobre la vida animal (en formato mascota que comparte vida con humanos) en nuestra época.

Empecé leyendo cómo habían evolucionado los perros salvajes hasta convertirse en dóciles guardianes de compañía (que cuidan, alertan y traen el diario del domingo desde la puerta). También leí sobre cómo el mundo de los felinos había reducido sus portes hasta ocupar parte de la estructura constructiva de nuestras casas. La lista de mi modesta investigación sigue con la proliferación de Pet shops en todos los barrios y localidades (con productos de diseño incluido), que ya superaron estadísticamente la explosión de los parripollos y las canchas de pádel de los 90.

Entre mis lecturas apareció una noticia que en su oportunidad había pasado por alto. Hace poco más en año el Papa Francisco criticaba a quienes elegían no tener hijos. “Los perros y los gatos ocupan ese lugar. Éste renegar de la paternidad nos quita humanidad y la civilización se hace más vieja”, afirmaba Jorge Bergoglio desde El Vaticano. “Tener un hijo siempre es un riesgo, ya sea natural o adoptado. Pero más arriesgado es no tenerlo. Más arriesgado es negar la paternidad, la maternidad, ya sea real o espiritual”, arengó Francisco. Todo esto en el marco de lo que los investigadores definieron “invierno demográfico”, dado por la dramática caída de la natalidad que se registra fundamentalmente en los países europeos.

Aún sin estadísticas fidedignas, me atreví a compartir un texto:

“Ustedes son muy jovenes pero hasta no hace mucho tiempo uno preparaba el “ajuar” de sus hijos antes de nacer, arreglaba su cuarto, su cuna o moisés y tejía unisex. Todo con prudencia cabulera para que fuera un bebé “sanito”. Después de la emoción del nacimiento llegaba la visita de tíos, abuelos y primos empeñados en buscarle “parecidos” en el árbol genealógico de dos familias. También se elegía a los padrinos como aquellos que “siempre estarían” (por las dudas). Empezaba una nueva vida, para toda la vida. En una relación de riesgo como definía el Papa.

Hoy, como los parripollos y las canchas de pádel, emerge una nueva generación mascotera. La generación mascotera se evita bordar el pintorcito; tediosas reuniones de padres; los peloteros; comprar 30 regalos (extra familia) de cumpleaños (al año); sufrir por exámenes y parciales; el alcohol de las previas del boliche; el rol de UBER, Cabify o remise que lleva/trae y reparte en formato “pool”; los últimos primeros días; la desilusión de los desamores; el stress de las madrugadas hasta escuchar las llaves en la puerta; las corridas a la guardia de turno; y una lista que sigue y sigue. Y fundamentalmente una constante sensación de angustia que sienten los padres que quieren ser “buenos padres”.

La generación mascotera va más liviana, eligiendo hijos (según el mismísimo Papa de Roma) a los que no les pagará terapia.

Buena semana.

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