Edición Impresa | Editorial | Ricardo Varela | Vida

Los días por vivir

Por Ricardo Varela.

En el medio de la sesión, el profesional pasó a la acción.

En psicología dicen que eso se da cuando los pacientes se “empantanan”. Baja el mandato del psicólogo como última chance antes de la derivación a otro profesional.

Es una especie de “cachetazo”, de sacudón, de última oportunidad que se dan los profesionales antes de tirar la toalla.

De repente le preguntó: ¿qué harías si te quedaran 5 días de vida?

La pausa fue eterna y el profesional supo que había dado en el blanco.

Los cinco meses anteriores habían tenido (como los últimos 5 años) pautados encuentros semanales en los que el paciente, al que llamaremos Martín, se mostraba contrariado, sin motivación, aburrido de estar aburrido. Ya había confesado excesos de distintos tipos y especies, de haber cumplido todas sus fantasías (algunas oscuras y otras impublicables). Un noche se fue a Ezeiza y despertó en Cochabamba cumpliendo aquella quijotada de “deme un pasaje para el próximo avión que salga”. El dinero nunca fue un problema, su casa estaba siempre llena de amigos del asado y los buenos vinos. La sonrisa del anfitrión perfecto (y permanente) se contraponía (una y otra vez) con la soledad profunda y sin fin del día después.

Cuando está sólo, Martín suele escuchar música a todo volumen, no importa si es en el auto o en su casa. Es que no se banca el silencio. Necesita llenar sus oídos (y su mente) con letras y músicas de otros, como si las propias no le gustaran. Así, pasa de la euforia a la depresión, de cantar a los gritos a llorar con sentida pena.

Ese “alma en pena” se encontró de repente pensando qué hacer ante la propuesta de su psicólogo y entonces buscó precisiones:

-“¿Cinco días contando hoy o a partir de mañana?”

El otro le sonrió y le dió un día más: -“Desde mañana, de martes hasta el sábado.”

De repente la cabeza de Martín salió del letargo y empezó a funcionar a toda velocidad. Pidió un hoja que después serían dos y tres y cuatro. Primero decidió que le gustaría despedirse y para eso era necesaria una lista con nombres y apellidos. Esto lo llevó a miles de kilómetros de distancia y distintas décadas. Aparecieron dolores y risas; nacimientos y muertes; amores y desamores; esposas, exesposas, hijos y nuera; amigos y compañeros de trabajo; jefes y empleados. Consensuó con su terapeuta que no todas serían despedidas personales.

-“A varios les voy a escribir una carta. Primero porque algunos viven en Europa y además no tengo ganas de enfrentarlos cara a cara y tener que consolarlos por mi propia muerte.”

Mientras Martín hacía la lista de amigos y entenados su psicólogo también escribía sin parar. Registraba sus emociones, sus gestos y algunas de sus frases textuales.

Cuando la lista ya tenía varios nombres (algunos tachados y otros que habían sido tachados vueltos a escribir), se preguntó si les podía escribir qué le diría a cada uno. El psico asintió y así se sumaron más hojas y minutos (y horas) extra a una sesión que estaba predestinada a ser la última.

-“¿Tenemos tiempo?”, preguntó cuando se sabía sobreexcedido en la sesión pero no quería que terminara.

-“Cinco días” respondió el profesional.

Con la lista definida y sus textos de despedida prolijamente ordenados, Martín supo que había muchos a los que no había visto por años, a algunos les agradecía los tiempos compartidos, a otros les pedía perdón, había quienes recibirían un recuerdo suyo y también estaban los que él suponía lo iban a extrañar más, como sus hijos a quienes les dedicó más precisión posmortem.

-“Ok con la lista, ahora pensá, y escribí si querés, de qué lugares te querrías despedir”.

Martín llenó sus pulmones con todo el oxigeno del lugar y su cabeza empezó a recorrer miles de kilómetros de nuevo. Así apareció su escuela primaria, la casa quinta de sus abuelos llena de limoneros, la cancha de River, la casa alquilada donde se mudó con su primer amor, la iglesia de la aldea española donde habían bautizado a sus padres, la primera oficina dónde se independizó del capitalismo opresor... . Cada uno de esos lugares le traían sus olores, sus sabores, sus colores. En cada uno había alegrías y tristezas, logros y fracasos, ilusiones y decepciones. El recorrido era una especie de laberinto del que sabía que jamás podría salir.

La sesión parecía no tener fin. Aquel hombre abrumado de repente paró con su búsqueda retrospectiva y se declaró listo. Por delante le quedaban vivir los últimos cinco días.

El psicólogo lo despidió con el clásico: “seguimos la semana que viene”. Martín salió disparado, lleno de la energía que tienen los que tienen cosas por hacer. El otro se quedó pensando que su último cartucho había dado resultado. Había logrado que un hombre encerrado en sí mismo encontrara sentido futuro, mirando su pasado.

Pasaron los días. Los cinco hasta el sábado y el domingo de descanso.

Martín no llegó nunca a la sesión del lunes.

Su psicólogo recibió (el martes) una carta que nunca se atrevió a leer.

Buena semana.

Dejá tu comentario