Apoyó la cabeza en el respaldo del avión y tomó todo el aire que llenó sus pulmones.
Viajero
Por Ricardo Varela.
A menudo siente dualidad entre el placer que le da viajar y la tensión que significa.
Todos los minutos previos a la “altura crucero” son una especie de tortura y stress que empieza en el mismo momento en el que cierra la puerta de su casa. Allí, revisa (mental y físicamente) cada “must”: pasaporte, tarjetas, “mis remedios”, la visa, el cargador del celu y los lentes. Inevitablemente siempre falta algo, o al menos eso piensa. Así logra justificar su propio el stress (casi autoinflingido). Esa idea de “falta” al momento del mostrador del check in no falla (ni falta) nunca. No sirven terapias, ni ejercicios respiratorios de ningún tipo.
Cada viaje es una forma de escape.
Disfrazado de distintas formas y formatos. A veces se trata de viajes relámpago, escapadas en findes puente o de reunionismo laboral impostergable. Su neurosis le impide reconocer viajes por placer u ociosas vacaciones. Él no reconoce el tiempo libre. Tampoco el improductivo. Son posibilidades desconocidas y negadas en iguales proporciones.
Esta vez era distinto. Había decidido viajar solo, sin otro plan que el destino. Eso significaba un desafío y una aventura: ¿cómo sería la no agenda, las no reuniones programadas, las falta de obligaciones y la no búsquedas de regalos en formato “recuerdo de tu paso por aquí” para amigos y familia?
Así las cosas, armó la valija con incertidumbre desconocida y desafiante. Sabía que ninguna necesidad escaparía el límite de sus tarjetas de crédito. Solo le bastaba imaginarse aterrizando en la ciudad amiga, cómplice de buenos recuerdos y cobijo de algunos viejos amigos que tornaron en (solo) conocidos (a fuerza del paso de los años y la distancia). Todo era un gran signo de interrogación, pero él sabía que de algún modo se “estaría probando”.
En la sesión que decidió el viaje a lo desconocido su terapeuta le advirtió: “cuando uno se va con problemas, se los lleva consigo”. Él escuchó con atención y lo registró con claridad meridiana, pero se iba igual. La sensación de angustia con la que llegó al aeropuerto empataba con el deseo (y necesidad) de respirar otro aire.
“Necesito salir de acá, pensar sin la presión de la diaria, saber qué quiero y por qué. Para qué, para quién. Cómo, cuándo y dónde. Necesito el silencio de la soledad para encontrarle respuestas a mis días llenos de preguntas”, escribió en email de despedida.
Se trata de un hombre rodeado y solo. De los que siempre tiene una compostura perfecta e insostenible. La palabra justa para cada uno, en cada caso, en el momento preciso (indicado y deseado). Solo los íntimos lo conocen de verdad. Pocos saben que toda esa construcción de superhombre del siglo XXI tiene un altísimo costo que sólo compensan “sus remedios”. Nada raro ni extraordinario. Una mezcla de estabilizadores emocionales, antidepresivos y tranquilizantes que se alternan con energizantes, complejos vitamínicos, quemadores de grasa abdominal, lociones para evitar la caída del cabello, cremas “anti age” y pastillas que le garantizan erección (cada vez más necesarias).
Todo ese costado metrosexual también estaba en crisis. De repente se preguntó: “¿para qué?” Y el eco del silencio llenó un cuarto vacío y frío.
Se trata de un hombre solo. Solo y acompañado, y brillante, locuaz, amigo, inteligente y culto. Un hombre que sin ser millonario, no recuerda las viejas preocupaciones para llegar a fin de mes.
Cuando la terapia agotó la impaciencia y sus amigos dejaron de escucharlo (al grito de: “vos no tenés de qué quejarte” y “problemas son otros”), decidió subirse al avión que lo llevara lejos de todo (y todos).
Allí espera encontrarse con la pista que lo lleve a recorrer el último tramo del camino con ganas de levantarse a la mañana, de volver a soñar y sonreír con alguna boludez…
Buena semana.
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