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El diálogo pasó de moda

Por Manuel Nieto (@NietoManuelOk).

Las primeras dos décadas de la democracia argentina estuvieron, para bien o para mal, signadas por las búsquedas de acuerdos y consensos. Alfonsín enfrentó a los militares y a los sindicalistas del peronismo (adversarios naturales de la UCR), pero cuando entendió que sus diatribas podían poner en peligro al Gobierno no lo dudó: tuvo capitulaciones que son muy fáciles de criticar desde la consolidación institucional del presente, pero que en ese momento fueron claves para proteger su mayor legado, el de la democracia.

A Carlos Menem lo podemos ver desde la actualidad como un fundamentalista de la concordia, una palabra que ya no se usa en política. Quería a todos adentro de su gobierno: a los sindicalistas y a la UCeDé, a Cavallo y al Turco Asís, a Palito Ortega y a Charly García. Los indultos a militares y guerrilleros y el encuentro con el almirante Isaac Rojas (impulsor de la caída de Perón en 1955) son gestos desmesurados, como de quien buscaba hacer gala ante la sociedad del arte de tragarse sapos. Junto a Alfonsín lograron el hito de la reforma constitucional de 1994, algo complicadísimo para cualquier gobierno que se lo proponga.

Tras la caída de la Alianza, que se había empecinado en mantener el consenso menemista de la convertibilidad, Eduardo Duhalde lideró un gobierno de coalición. En un contexto en el que la pelota quemaba, el caudillo de Lomas la pidió e hizo un acuerdo con Raúl Alfonsín. Logró el apoyo de los gobernadores, de la Unión Industrial Argentina y de los sindicatos. Solo así el tándem de ministros de Economía Jorge Remes Lenicov – Roberto Lavagna pudo tomar las medidas más duras: una devaluación que pulverizó los salarios, pero que fue el punto de partida para la buena época de superávits gemelos y recuperación económica que aprovechó bien el kirchnerismo.

Después de esa crisis, la búsqueda de acuerdos pasó de moda. A partir del segundo mandato kirchnerista, siguiendo el manual del populismo, Néstor y Cristina se dedicaron a tensar la conversación política, a tratar de enemigos del pueblo a todo lo que se les oponía. La alianza con radicales y la palabra “concertación” que propusieron en la campaña de 2007 quedaron rápidamente en el olvido. Casi tan rápido como la promesa de “cerrar la grieta” que formuló Mauricio Macri en su versión semi socialdemócrata de 2015, cuando ganó con la marca Cambiemos. Macri se dedicó a explotar las bondades de “la grieta” para mejorar su performance electoral y también la del kirchnerismo, y así se produjo la nueva alternancia de 2019.

El año pasado la polarización se rompió. Pero no “desde adentro”, con, digamos, un Facundo Manes o un Roberto Lavagna del centrismo. Larreta, por caso, perdió como en la guerra: 10% de los votos después de años de campaña permanente con la poderosa vidriera del gobierno de CABA. La grieta se la llevó puesta Milei, a puro grito, a pura acusación contra la casta, con una sensibilidad políticamente incorrecta que conectó con el hastío de una sociedad cansada de los fracasos de la política.

No está de moda tratar de buscar acuerdos, construir consensos, generar mayorías, como lo hicieron a su turno Alfonsín, Menem y Duhalde. Lo que garpa es pegarse unos gritos desde la banca en el Congreso para tratar de hacerse viral en Tiktok. Los algoritmos de las redes sociales refuerzan nuestros sesgos de confirmación. Siempre vemos a los que piensan parecido a nosotros, y los que más extravagantes son juntan más likes. Milei es evidentemente el gran intérprete de esta época. Pero si la suerte de su gobierno está a atada a su creencia en que es una suerte de iluminado habilitado para entrar pateando puertas, va a ser difícil que zafemos de otro fracaso.

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