Buenos Aires, el Conurbano, las villas y la crisis de 2001 formaron un cóctel indispensable para entender la figura de Francisco como Papa y su impacto histórico e internacional. El entonces cardenal Bergoglio integró en 2001 la mesa de Diálogo Argentino y, ante la miseria inédita que arrasó con el tejido social de su ciudad, movilizó las 186 parroquias, 800 sacerdotes y miles de fieles del territorio de su Arquidiócesis para paliar los efectos de la crisis. Así vio las “periferias existenciales” que luego serían un leitmotiv de su Papado. Dio un paso histórico en 2009 al crear la Vicaría Episcopal para la Pastoral de las Villas de Emergencia, un reconocimiento a los curas villeros.
Solo una cosa no hay. Es el olvido
Por Manuel Nieto (@NietoManuelOk).
Ese Bergoglio que andaba en subte y se tomaba el Tren Roca para venir al Conurbano veía en el Vaticano todo lo que la Iglesia no debería ser: lujo, ostentación, hipocresía y burocracia. Sabía que para cambiarle la cara a la institución de 2.000 años de antigüedad tenía que dar gestos fuertes. De humildad y de cercanía. Es famosa la anécdota de un diario colombiano que en un título lo describió como “argentino, pero modesto”. Un oxímoron, una frase que contiene dos términos contrapuestos. La austeridad la traía de Buenos Aires, pero el semblante alegre y pacífico fue una innovación, al menos para su perfil público: en su época de Obispo era más conocido por el gesto adusto que por el perfil de abuelo cariñoso con el que quedó asociado como Papa.
La humildad y la sencillez fueron los ejes de su poder como Papa y figura pública y lo distinguieron de todos los líderes mundiales contemporáneos. Francisco entendió que la Iglesia, más que un poder real, ejerce su influencia a través de los gestos. Y, como hábil político, se dedicó a usar estos gestos para captar la atención del mundo y llevar con mayor legitimidad su mensaje en relación a la pobreza, los migrantes, los refugiados y la ecología. Y, en el camino, para acercar a más fieles a la Iglesia. Como suele ocurrir, la forma fue más importante que el fondo.
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Las posturas aperturistas de Francisco en relación a temas espinosos para la jerarquía eclesiástica como la comunidad gay o la sexualidad también tienen su explicación en la primera década del siglo en Argentina. ¿A qué cura villero, que anda esquivando las balas del narcotráfico, le puede importar mucho la sexualidad de la gente, o si un divorciado quiere tomar la Eucaristía?
Así que “todos adentro”, ese era el mensaje del Papa, que demostraba entender que la Iglesia no estaba hecha para los fuertes, sino para los débiles. Y, en los últimos años, con esa postura, quedó bastante solo, en un contexto en el que la fórmula política de moda pasó a ser hacerles creer a los débiles que en realidad eran fuertes y que ellos también tenían derecho a odiar y a pegar. Hoy muchos de esos líderes deben sentir algo parecido a la vergüenza cuando van a rendirle tributo en Roma al “argentino más importante de la historia”.
Si hay otro grande con el que Bergoglio comparte ese panteón imaginario de argentinos célebres, ese es Borges, el escritor universal del siglo XX, de quien era un ferviente admirador. Su poema favorito de Borges dice que “solo una cosa no hay. Es el olvido”. Y al legado del Papa le corresponde con todo derecho ese destino.