Hasta que un día volví acá para escribir la historia prohibida.
El día que Jorge volvió a la Argentina
Por Ricardo Varela (@ricardovarelaok).
El lunes 21 de abril de 2025, en la madrugada de Roma fallecía Jorge Mario Bergoglio; y yo quedaba finalmente libre para poder compartir el momento más estremecedor y movilizante de mi vida.
Durante casi dos años y medio guardé el secreto, a partir de una declaración jurada redactada en el medio del aeropuerto internacional de Ezeiza.
Eran casi las 10 de la noche del 23 de diciembre de 2022. Casi nadie viaja los días festivos y eso siempre hace atractiva la tarifa. Me disponía a cruzar el océano para visitar a la familia española en un aeropuerto casi desierto, que me facilitó el acceso a la sala VIP después de hacer migraciones. Mientras mataba el tiempo comencé a ver movimientos extraños de algunos pasajeros que pedían cerrar un espacio del Lounge. Pensaba que era una exageración porque estaba solo en la sala… Allí se disparó mi curiosidad sobre quién sería el excéntrico magnate en ciernes (y por qué necesitaba tal privacidad). Al cabo de unos minutos los cinco hombres que lo acompañaban se acercaron y me hicieron la propuesta más inverosímil de mi vida: debía firmar un contrato de confidencialidad que incluía múltiples consecuencias para el caso de incumplir. ¿Todo eso por compartir un rato del pre embarque? Acepté (aun con dudas) solo para no dejar la comodidad del lugar.
Me hubiese gustado ver una imagen de mi cara cuando al abrir la puerta vi que “el magnate” no existía, sino el mismísimo Jorge Mario Bergoglio que me miró serio. Sí, en la sala VIP del aeropuerto internacional de Ezeiza, esperando para subirse a un avión que lo llevara de regreso al Vaticano.
“¿Es usted?” le pregunté torpe e incrédulo. “Creo que sí” me dijo y se sonrió. El mismísimo Papa de Roma estaba vestido de hombre común, sentado en un sillón común, hablando con un hombre común, y custodiado por expertos.
A partir de allí se dio una conversación surrealista en la que yo quería deshacerme en elogios de admiración y reconocimiento a alguna de las medidas que estaba impulsando desde la cima de la Iglesia (para hacerla más amiga, más cercana, más condescendiente, más inclusiva) y él solo quería hablar de fútbol. “Viajé de incógnito, no me podía perder esta fiesta. La fiesta del pueblo argentino unido. Vi las calles como nunca en la vida había visto y como nunca en la vida volveré a ver. Vi una comunión de hombres y mujeres sin distinción de edad, de casa o de riquezas abrazarse y llorar de felicidad. Vi a mi pueblo feliz y a 6 millones de personas tomar la calle sin generar ningún incidente, todos convocados por la alegría de la pelota. ¿Cómo me lo iba a perder?” Le pregunté cómo hacía un Papa para escaparse 36 horas del Vaticano y volver sin que nadie lo notara. “Esa es probablemente una de las cosas más fáciles que me tocó hacer desde que estoy en el Vaticano”, respondió con ironía y cansancio a la vez.
Cada vez que recordaba ese día me arrepentía por las preguntas no hechas, me cuestionaba no haber sido lo suficientemente agradecido o no haberle reconocido la tarea en su justa dimensión. Lo cierto es que (no es excusa) nunca pude salir del shock. Estaba absolutamente subyugado por una presencia que vibraba mucho más alto que el resto, cuya voz quedaba rebotando ecos en el silencio. Cada vez que intentaba resaltar alguno de sus desafíos volvió con Messi, el Dibu Martinez y Di María. “Me cuesta mucho ver algunos partidos de San Lorenzo por la diferencia horaria pero igual trato de estar lo más actualizado posible. Este Mundial lo viví con una intensidad casi adolescente. Lo que vivimos ayer en las calles de todo el país no tiene nombre”. “Habrá el año que viene un viaje oficial para que el pueblo argentino le pueda demostrar todo lo que lo quiere, respeta y valora”, le pregunté. “Es muy difícil de predecir. ¿Cómo no voy a querer volver a mi país, a saludar a mi gente? Lamentablemente el rol que me toca tiene que evaluar muchas variables impersonales. No puedo poner al representante de Dios en la tierra en medio de rencillas y disputas de medianos y medianías. Por eso quería venir hoy, por eso me escapé e hice este lío con el que tengo preocupados a esta gente que me cuida y acompaña. Vine a ser testigo de la fiesta de mi pueblo en paz. Mirá, yo ya viví 80 y pico de años y nunca había visto al pueblo argentino como hoy”.
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El encuentro duró menos de 10 o 12 minutos. Para mí fueron 10 segundos o dos horas, dependiendo de cada vez que recreé y recreé en soledad cada una de sus frases. Las palabras sabias de un hombre sabio; la complicidad futbolera de un hombre de Flores que iba “a trabajar” en el subte A, compraba el diario, se lustraba los zapatos y todas esas anécdotas que los últimos días ocuparon los medios de comunicación de todo el mundo.
Esta historia esperó mucho tiempo para ser contada. Muchas veces me tenté a compartirla con familiares o amigos íntimos pero siempre honré el compromiso con el hombre, no con el Papa. Sería nuestro secreto hasta el día de su muerte y hoy puedo decir: fui testigo del día que el hombre común, el hincha de fútbol volvió a la Argentina en secreto. Fueron solo 36 horas que le alcanzaron para ver hecho realidad su sueño de toda la vida.
Pasaron los días, meses y años y ni Jorge ni Francisco volvieron a la Argentina.
Él no podía ser parte de una división de cabotaje, ni se sometería al análisis microquirúrgico sobre el tamaño de la sonrisa según el interlocutor de turno.
Él soñaba con un pueblo unido y feliz, dónde no hubiese diferencias de cuna y clase, donde los niños no fueran víctimas de la impericia y maldad de los adultos, y los abuelos no fueran descartados y olvidados.
Sus últimos 13 años de vida, Jorge Mario Bergoglio trabajó lejos de la Plaza de Mayo porteña. Desde otra plaza, la de San Pedro en la Ciudad del Vaticano, hizo un trabajo revolucionario, volando bajito, desarmando las telarañas de una Iglesia conservadora, excluyente, cómplice y silenciosa. Francisco reposicionó a la mujer; reconoció a todas y todos por igual como hijos de Dios (independientemente de su elección sexual); condenó los abusos y silencios de la Iglesia para la que pidió “luces bajas”; y se autodespojó de oros, lujos y reconocimientos para vestirse de hombre de Fe (a semejanza del pastor de Asís que lo inspiró en su nombramiento).
Independientemente de quien lo suceda, ya sea para seguir el camino iniciado o volverse nuevamente conservadora, aunque vuelvan a cerrar las puertas y ventanas que Francisco abrió, nadie podrá ignorar su legado.
En época de redes y selfies, no tengo registro de mi encuentro con el argentino más importante de todos los tiempos. Lo encontré en un aeropuerto vacío, extasiado de júbilo futbolero, me miró a los ojos mientras recordaba la tanda de penales de la Final. Se despidió con un: “Paz y Bien para vos y tu familia. No me falles, eh!” ¿Cómo hacerlo? Te vamos a extrañar.